Atacama
A mediados de noviembre de 1973, dos meses después del golpe militar en Chile, fui trasladado, junto con otros 300 prisioneros, a Chacabuco, un antiguo pueblo salitrero abandonado, rodeado de alambre de púas electrificado y campos minados en medio del desierto de Atacama. Me ubicaron en una de las casas de barro en el pabellón 23.
Mis pertenencias consistían en la ropa que llevaba puesta, tres mantas, una taza, una jarra y una cuchara. Mi habitación de veinte metros cuadrados la compartía con otros cinco reclusos.
El suelo era de tierra y había dos literas de madera, de tres pisos cada una. La ventana, sin vidrio, estaba cubierta por una reja. En las lista, figuraba como prisionero número 32.