El último baile
María Antonietta taconea sobre los adoquines rumbo a La Paloma,en Barcelona. Es su última noche en este mítico salón de baile,que ha frecuentado durante más de 40 años. Mañana, temprano de madrugada, abordará el tren que la llevará de vuelta a casa de su madre anciana, quien la espera en su pueblo natal, en las tierras áridas de Extremadura.
El salón de baile La Paloma fue originalmente una fundición de hierro que se hizo conocida por esculpir la estatua de Cristóbal Colón, creada para la Exposición Mundial de 1888. Se encuentra en la calle del Tigre, al borde del Barrio Chino o el Raval, cerca de la Ronda Sant Antoni. Las puertas de este salón se abrieron en 1903 y, desde entonces, atrajo a una gran cantidad de público. Tras la demolición, en 1990, del salón de baile Apolo, hoy La Paloma es el único espacio de este tipo que va quedando y el más antiguo de la ciudad.
De jueves a domingo, La Paloma es destino obligado de camareras y camareros, empleados públicos, jóvenes, jubilados, estudiantes y desempleados. Esta noche la fila es larga. María Antonietta espera pacientemente su turno. Saluda con una sonrisa amplia a unos hombres mayores que están más atrás, muy acicalados, con sus zapatos recién lustrados. También ella va con su mejor atuendo. Lleva un vestido de seda bordado de color turquesa, a la usanza de los 50; zapatos azules de tacón bajo, un colgante adornando su cuello desnudo y pendientes que hacen juego.
El calor de este verano es húmedo, como siempre en Barcelona, y los cuerpos se sienten pegajosos. En la entrada hay dos cincuentones vestidos con esmoquin negro y peinados a la gomina. Bromean con los clientes habituales. Varios de ellos, durante años, no se han perdido ni un solo fin de semana en La Paloma. El salón a media luz está repleto y algunas parejas se ubican discretamente en el segundo piso. La orquesta, compuesta de hombres con camisa blanca y humita negra, hace su entrada. Comienza, como de costumbre, con un vals suave. Los galanes se apuran ansiosamente para invitar a la pista de baile. Las mujeres, recién arribadas al salón, apenas tienen tiempo de quitarse el abrigo
Maria Antonietta comienza a bailar sola. Con los ojos cerrados, recuerda los acontecimientos y personas que acostumbran venir a La Paloma. Acaba de cumplir 65 años y hace más de cuatro décadas que vive en Barcelona.
Por momentos, el ambiente de La Paloma recuerda a la popular “patacada”, una forma tradicional de fiesta entre los trabajadores del 1800. Durante ella se bailaba, gritaba y bebía hasta caer desvanecido. Los organizadores se veían obligados a contratar guardias para que la fiesta no degenerase en eternas peleas de borrachos.Manolo, el camarero, me ofrece una cerveza fría, mientras miro a mi alrededor con curiosidad y asombro. “Hace mucho tiempo que no ha habido una real pelea aquí. La gente viene a La Paloma a divertirse, no a buscar broncas”, me comenta con una voz que más parece un susurro.
Comenzó a trabajar en La Paloma hace más de 25 años y sabe todo lo que merece la pena conocer de Barcelona, no solo lo referente a los chismes que se cuentan en los salones de baile, sino también sobre su historia reciente. Durante los años 60 trabajó como reportero gráfico para el periódico principal de la ciudad, El Noticiero Universal, que más tarde se declaró en quiebra. Solía encontrarse con otros fotógrafos en las calles del Raval, entre ellos, Joan Colón y Catalá Rocka. “He conocido de cerca los mayores acontecimientos y escándalos de esta ciudad”, comenta Manolo con un tono algo misterioso, sin entrar en más detalles. Un momento después, me toma del brazo y me conduce a la mesa de una mujer a quien llaman “La Condesa Macarroni”, otra célebre habitué del lugar. “Come stai, bello?”, me saluda con acento napolitano mientras me extiende la mano. A pesar de sus 80 años, cada verano deja su Italia para venir a Barcelona. La Paloma es la única razón de su visita. Dice que extraña esta ciudad, que aún guarda nostalgia de sus inicios en los albores de 1900. “Estar en Barcelona es esperar ser seducida, es sentirse joven para siempre”, confiesa.
De ojos vivaces y mejillas cargadas de maquillaje, su collar le llega a la cintura, a pesar de las varias vueltas alrededor del cuello. En su cabeza, lleva un gran sombrero con flores y frutos. “¿Bajo qué signo nació usted?”, me pregunta abruptamente. “Libra”, contesto un poco perplejo. “¿Sabe qué día nació?”. “Un Domingo”. La Condesa dibuja de inmediato mi futuro y me ofrece consejos sobre qué mujeres debo encontrar y qué profesión elegir. Me asegura que, desde niña, tiene habilidades de vidente, que su capacidad es sobrenatural y que muchos de sus amigos del pueblo en el sur de Italia siguen solicitándole que les lea la mano. ”¿Sabía usted que con diez años de antelación predije la llegada del hombre a la luna y también el accidente que tuvo la princesa Diana?”, se jacta.
Muchas “condesas” que han pasado por La Paloma son entraditas en años. Manolo recuerda a una catalana que vino hasta después de los 86 años, y a otra, Julia de Sevilla, que no dejó de asistir hasta los 96. “Todas ellas vinieron a La Paloma hasta que ya no podían caminar”, asegura.
Los músicos continúan con un cha-cha-cha y más tarde con un tango, baile que se introdujo en Barcelona en las décadas del 20 y 30, al igual que en Buenos Aires y París. En La Paloma, por esos años, se escuchaba al famoso trío Irusta-Fugatoz-Demare, muy popular entre los trabajadores de la ciudad. Incluso, Carlos Gardel viajó varias veces a la ciudad, donde grabó más de 50 discos. Pero no todos aprobaban esta moda, de hecho provocaba airadas críticas en la conservadora prensa local, que rechazaba sus formas eróticas y seductoras
Aún así, el tango sobrevivió y esta noche domina la fiesta. Cuando se escuchan los tonos graves de las primeras notas del bandoneón, un hombre de patillas largas y grises saca a bailar a una treinteañera rubia y robusta, forrada en un ajustado vestido azúl. La pareja baila lento y sensualmente. El hombre intenta abrazarla, mientras sigue los pasos largamente ensayados del tango. Al cabo de un momento, la pareja ocupa el centro del escenario. Él presume de su habilidad poniendo una pierna entre los muslos de ella; gira en 90 grados y con gran precisión da un paso elegante en forma de un ocho. El bandoneón continua marcando el ritmo mientras, a poco metros, una pareja de enamorados se admira mutuamente reflejándose en los grandes espejos de la pista.
Maria Antonietta no se cansa. Continúa bailando solitariamente como en estado de trance frente a la orquesta. La gente y el mundo a su alrededor parecen no existir. La luz del escenario cae oblicuamente sobre su cara. Esta noche, ella es la estrella. Piensa en todos los hombres que ha conocido en La Paloma, en su primer amor, en los momentos de felicidad y, también, en todas aquellas despedidas innecesarias.
En los años veinte, cuando empezó a ir al salón de baile, La Paloma ya era, desde comienzos de siglo, el lugar favorito de los trabajadores e inmigrantes en Barcelona. Allí, la industrialización había alcanzado niveles superiores al resto de las ciudades de España y miles de campesinos habían emigrado a esta metrópolis moderna, abandonando sus aldeas en Andalucía, Aragón, Extremadura y Murcia en busca de mejores oportunidades.
Los gigantes candelabros, las paredes y techos decorados con diversos motivos de bailes regionales, la terminación neo barroca de los balcones y palcos alrededor de la pista de baile, eran tan llamativos, que hicieron de La Paloma una escenografía sublime. Pero después de algunos años el local perdió parte de su magnificencia: las paredes se revistieron de cal blanca y las vigas, que se recubrían ornamentalmente, se dejaron a la vista. En 1915 se decoró “a la francesa”, como mandaba la moda de la época, y en 1919 fue ambientado con esculturas de yeso de distintos estilos. Hasta los 50 el local estuvo repleto, pero desde entonces comenzó un descenso que continuó a lo largo de los años 60 y 70. “Tuvimos que organizar jornadas de boxeo para atraer público”, recuerda Manolo, con una sonrisa en su delgado y afilado rostro. María Antonietta sabe que no volverá más a La Paloma. Ya Barcelona no es negocio para ella. Levantar clientes en las Ramblas es casi imposible, sobre todo después de los Juegos Olímpicos del 92. Varios factores espantaron a los clientes de las Ramblas. Por miedo al Sida, que se instaló en esos años, prefierieron lugares más seguros, como los llamados “institutos de relajación” y clubes que anuncian sus especialidades en las páginas comerciales de los periódicos. Simultáneamente, el barrio fue invadido por los travestis quienes, junto a las muchachas inmigrantes de África y América Latina, les arrebataron el mercado a las trabajadoras locales como ella. Para rematar, luego llegaron los jonquies y la zona se volvió cada vez más violenta.
La Rambla de Santa Mónica, al igual que la Bois de Boulogne de París, hoy está completamente tomada por los travestis, que cotillean en los bares de las pasajes interioresdel Raval. Sus traseros y senos están inflados de silicona barata, inyectada por aficionados que improvisan cirugías, con todos los riesgos que ello implica. No queda otra: faltan recursos para conseguir mejores sustitutos de fabricación francesa
Entre ellos, los travestis se hacen llamar por sus apodos: Marilyn, Sofía, Sara Montiel. Los fines de semana, tienen su propio show en algunos de los bares del barrio, resistiendo a las constantes redadas policiales, que no han logrado expulsarlos de las Ramblas.
Detrás de la barra sigo mis conversaciones con Manolo, sobre la decadencia del Raval. “La vieja Paloma también está muriendo lentamente y por desgracia, es inevitable”, me dice. “Ya no es como a mediados de los 80, que fueron los mejores años”. Entre tanto, sirve unas cervezas y ojea rápido al público del local, como si quisiera ubicar a alguien entre los parroquianos. Los nuevos dueños han cambiado el estilo y después de la medianoche se escucha música elegida por un discjockey para atraer a un público más joven. “Antes La Paloma estaba repleta noche tras noche. Ahora no. Además, ha estado siempre más o menos amenazada por las autoridades que quieren cerrarla”, añade Manolo con imprimiendo gravedad al tono de su voz. Pero, a pesar de todo, sigue en pie y aún seduce a los inmigrantes que llegan a Barcelona.
Pedro tiene 17 años, es de origen romaní y vive en La Mina, “una zona de poco renombre”, justifica. Está en el paro y vivir en ese barrio lo perjudica frente a posibles empleadores. Durante los 70, La Mina se convirtió en una de los más grandes suburbios de la ciudad. Sus habitantes procedían en su mayoría de Andalucía, Murcia y Extremadura. Con los años, el desgaste y deterioro de los edificios se hicieron evidentes. Los problemas de desempleo, alcoholismo y drogas han sido lastres pesados. La proximidad al mar ha hecho atractiva la zona para invertir en la construcción de edificios para la clase media alta, profesionales y turistas, deplazando a los habitantes originales. Pocas casas del antiguo barrio permanecen en pie y están al borde de la extinción.
Pedro ayuda a un amigo seleccionando música para una estación de radio y, además, los fines de semana le da una mano a un viejo compañero de escuela que tiene un pequeño puesto en el popular mercado de Sant Antoni, quedándose con algún porcentaje de las ventas de las artesanías, discos viejos, libros de segunda mano y comics.
“El Tigre” es un asiduo de La Paloma hace ya más de cuatro décadas. Todo el mundo le conoce. De alrededor de 70 años, bajo y robusto, casi calvo, es un entusiasta bailarín que acostumbra a invitar a la pista a las mujeres más guapas. No hay modo de evitarlo, ya que nunca acepta una negativa. Pero esta noche baila solo, moviendo sus cortos brazos como aspas de molino y disputando a Maria Antonietta el protagonismo frente a la orquesta.
Antonio, otro habitué, se acerca y me ofrece una Estrella. Él prefiere una cerveza Boldán, algo más fuerte. Su dirección actual es una celda en el corredor siete de la cárcel Modelo. Tiene permiso de salida este fin de semana. Como de costumbre, lo celebra en La Paloma, aquí se siente seguro y sin miradas acusadoras. Observa que llevo una pequeña cámara conmigo y, después de un momento, me pregunta cuidadosamente si puedo tomarle una foto. “Pero no cuando bailo, porque no sé bailar”, advierte con tímida sonrisa.
Gustavo, o “El electricista”, como le llaman en La Paloma, insiste para que le haga una foto con su nueva novia, Conchita. Se conocieron por primera vez aquí hace unas semanas. Ahora vienen cada viernes y le gustaría tener una imagen de su buena fortuna. “El electricista” es un fanático del rock. Su cuerpo delgado parece estar hecho de goma y se retuerce como si estuviera poseído por el diablo. Conchita es más discreta y baila como un remolino alrededor de Gustavo.
La orquesta ahora comienza una sevillana. Paquita corre a la pista invitando desfachatada a los chicos a bailar. Muchos se niegan por temor a hacer el ridículo. Paquita tiene alrededor de 25 años y trabaja como camarera en un bar de las cercanías. Entre sus amigos más cercanos, la llaman “devoradora de hombres”. “Pero a La Paloma, nadie viene a levantar tíos”, dice con un brillo pícaro en los ojos. Siempre llega acompañada de Alicia, una mujer mayor que sus amigos llaman “madrina”. Alicia es romaní y vive en el Raval. De tupido pelo negro y ojos vivaces, baila graciosamennte, a pesar de su cuerpo voluminoso y pesado. “Olé! Olé!”, resuena en todo el salón. Los más jóvenes forman un tren que recorre en zig zag entre sillas y mesas.
El cantante, un hombre de mediana edad, con voz cada vez más ronca, se desploma de agotamiento en una silla. La noche termina con Strauss. Todo el mundo está cansado, pero no renuncian al último vals. La lámpara gigante del centro del salón se enciende y apaga para señalar a los invitados que el baile ha terminado. Los camareros recogen apresuradamente botellas y vasos dispersos en las mesas.
María Antonietta se acerca a una pareja de novios jóvenes que han celebrado su boda en el salón. Besa a la novia y le desea buena suerte en la vida. La orquesta ya ha abondonado la escena. María Antonieta piensa en el tren que la espera, en la estación de Sants de Barcelona. Dejará para siempre la ciudad. Nadie le ha deseado buena suerte en esta, su ultima noche en La Paloma. No quiere dejar de bailar sola, con los párpados cerrados. El calor deshace el rimel que ahora se desliza por sus mejillas, como un sudor de sangre oscura.
Texto y foto: Patricio Salinas A
Dagens Arbete, Estocolmo